Qhapac ñan: majestuosa calzada de los Incas.

El texto que aquí se comparte fue obtenido de la revista El Correo de la UNESCO. Publicación del mes de Junio. Año XII. 1959. Pags. 22-26.

Su autor, Jorge Carrera Andrade, nació en Quito (Ecuador). Se ha dedicado al estudio de las antiguas civilizaciones de América del Sur. Sobre los Incas y el Reino de Quito ha publicado «‘La Tierra Siempre Verde» (1955) y «El Camino del Sol» (1959). Desde 1954 y hasta el momento de la aquí citada publicación, dirigió la edición española de «El Correo de la Unesco«.

Tapa y contratapa de la revista El Correo de la UNESCO. Publicación del mes de Junio. Año XII. 1959. Pags. 22-26.

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Una de las paradojas más sorprendentes en la historia de las antiguas civilizaciones es el hecho de que un pueblo que no conocía aún el vehículo de ruedas construyó la mayor carretera del mundo. Ese pueblo era el de los Incas que había llegado a su apogeo en el siglo XV y que ocupaba un inmenso territorio de la América del Sur, desde el Angasmayo o Río Azul en Colombia, hasta el río Maule en Chile, y desde las costas del Océano Pacífico hasta las selvas amazónicas, las altas mesetas de Tiahuanaco y la región de Tucumán. O sea, que abarcaba casi enteramente los países que forman hoy las repúblicas del Ecuador y del Perú así como grandes regiones de Bolivia y Chile, y además el norte de la Argentina y el sur de Colombia.

Imágenes y subtítulos tomados de la misma publicación (Correo de la UNESCO, junio 1959).

El Imperio de los Incas, nacido como un pequeño reino hacia el año 1.000 en las orillas del Lago Titicaca, se había desarrollado en el curso de cinco siglos gracias a una organización social cuidadosamente reglamentada en que el Estado poseía todas las riquezas del suelo y del subsuelo y no existía la propiedad privada de la tierra. Después de la conquista del Reino de Quito, el Imperio de los Incas adoptó el nombre de Tahuantinsuyo, o sea «Imperio de las cuatro partes del mundo». Esas partes del mundo eran en realidad los cuatro puntos cardinales que correspondían a regiones perfectamente diferenciadas: la Cordillera, la Costa, las llanuras del sur y las tierras por donde pasa la línea equinoccial. Para mantener la unidad y la vida económica del Imperio, los Incas construyeron una red de caminos que constituía un desafío a la geografía y una obra asombrosa del ingenio y del esfuerzo humanos ya que se extendía a lo largo de 18.000 kilómetros, venciendo los obstáculos de una naturaleza más accidentada que en cualquier otra parte del planeta. La espina dorsal de esa red de comunicaciones era una gran calzada que atravesaba el territorio incaico en toda su extensión, de norte a sur, entre los dos ramales de la Cordillera de los Andes, trepando en algunos lugares hasta cerca de 5.000 metros de altura, por breñas y roquedales, o bajando por desfiladeros y precipicios a los valles profundos y recorriendo las tierras fértiles o los páramos desérticos. De esa calzada principal —la más larga del mundo— partían ramificaciones en diversos sentidos, en particular hacia el oeste para enlazarse con otra vía de gran longitud llamada «Camino de los Llanos» que corría paralelamente por los arenales y las selvas de la costa, desde Túmbez hasta el norte de Chile, en donde se juntaba con el camino de las alturas.

Sombra y agua para el viajero a todo  lo largo del  camino

La arteria primordial, conocida con el nombre de «Gran Calzada Real del Inca» medía más de 5.000 kilómetros, o sea una longitud mayor que la distancia de Gibraltar a Moscú. Estaba empedrada en su mayor parte y su trazado era en línea recta sin desviaciones ni rodeos. Atravesaba sólo las grandes ciudades como el Cuzco o Quito, mientras las otras se enlazaban con la gran calzada por medio de caminos secundarios. La anchura de la calzada era de ocho metros. A ambos lados se levantaban muros de piedra o de tierra apisonada, a la altura de un hombre, e hileras de ágaves americanos y de árboles para dar sombra a los viajeros. La legislación incaica era muy severa en lo referente a la conservación de los árboles y el corte de uno de estos se castigaba con la pena de muerte. A lo largo de la calzada, junto a los muros, corría una acequia de agua fresca donde podían abrevarse los hombres y los animales de carga.

En la Gran Calzada Real del Inca se habían construido, de trecho en trecho, a una distancia de veinte kilómetros uno de otro, ciertos edificios llamados Tambos para alojar a los viajeros, así como depósitos de granos y «aposentos reales» que contenían toda clase de suministros para el ejército, en especial ropas y calzado que consistía en sandalias de cuero. Tanto los cereales como los productos manufacturados se guardaban en grandes cántaros de barro. Los extranjeros eran recibidos con la mayor hospitalidad en edificios llamados Corpahuasis, donde se les servían gratuitamente los alimentos.

Cada dos o tres kilómetros, sobre la Gran Calzada, se levantaba la vivienda de unos funcionarios especiales del Imperio: los Chasquis o empleados de correo, veloces corredores a pie, que se transmitían de palabra los mensajes. En algunas regiones llevaban las noticias dibujadas en bastoncillos —como en el Azuay— o en porotos pin­tados, cuyas diversas combinaciones de colores poseían su propio significado. Este servicio de postas era tan eficaz que cubría en una veintena de días los cinco mil kilómetros de la Gran Calzada Real, o sea que empleaba un tiempo cuatro veces menor que el de los caballos puestos en uso por los españoles después de la conquista. En la mejor época del año, los chasquis recorrían los 2.000 kilómetros de distancia de Quito al Cuzco en cinco días, proeza que siguieron realizando clandestinamente en los tiempos de la colonia, en que los españoles, admirados de esta forma rápida de difundir las noticias, la dieron el nombre de «correo de brujas».

¿Quiénes fueron los constructores de este asombroso sistema de comunicaciones? La historia ha dado ya una respuesta categórica a esta pregunta : los emperadores Pachacútec, Túpac Yupanqui y Huayna Cápac con la mano de obra proporcionada por los pueblo reducidos a la obediencia. Pachacútec «el Reformador» tenía verdadera predilección por las obras de piedra, como se puede comprobar en la fortaleza de Sacsahuamán y en la Gran Calzada, para las que hizo traer inmensas piedras de varios lugares y particularmente del Reino de Quito con ayuda de los indios de este país y de los Chancas, que se rebelaron contra los Orejones o guardias imperiales y pusieron en peligro el trono del Inca. Las piedras para la Gran Calzada Real viajaron, en ocasiones, centenares de kilómetros. Los primeros cronistas cuentan la forma en que esos bloques monolíticos eran trasladados a grandes distancias y relatan la leyenda de uno de estos que aplastó en su caída más de mil indios y recibió el nombre de «la piedra que llora sangre».

El misionero español José de Acosta, que visito el Nuevo Mundo medio siglo después de la conquista, escribió acerca de los indios que ejecutaron esas obras públicas: «no usaban de mezcla ni tenían hierro ni acero para cortar y labrar las piedras, ni máquina ni instrumentos para transportarlas, y con todo eso están tan pulidamente labradas que en muchas partes apenas se ve la juntura de unas con otras».

El Emperador Túpac Yupanqui continuó la obra de su padre y extendió la Gran Calzada Real hasta Chile por el sur y hasta Quito por el norte. En las proximidades de la Calzada, en diferentes lugares, hizo construir fortalezas. De esta manera, llevaba a las nuevas tierras los instrumentos de la dominación incaica: el camino, o sea el comercio y la economía, y la fortaleza, o sea la potencia militar. Túpac Yupanqui implantó, para llevar a cabo sus planes, el sistema del «canje de poblaciones», que consistía en transportar al Perú los habitantes de un país conquistado, que se poblaba luego con millares de indios leales al Inca.

Huayna Cápac superó a su progenitor en la ejecución de obras públicas. Hizo levantar Templos del Sol y «miradores del Inca» junto a la Gran Calzada Real, mandó reparar los caminos antiguos, abrir otros nuevos y construyó por todas partes andenes y terrazas que impidieran la erosión de las tierras. Sobre todo, hizo restaurar y consolidar los puentes suspendidos, que servían como eslabones para enlazar los caminos, por encima de los ríos. Estos puentes suspendidos, aun sobre las corrientes más anchas y torrentosas, y sobre las cascadas de las montañas causaban admiración por su resistencia y por su audaz ingeniera. Estaban fabricados de bejucos de seis pulgadas de espesor y de cables de guadúa o bambú gigante atados sólidamente en pilares de piedra, y su piso se hallaba formado de planchas de madera amarradas con cuerdas de fibra para resistir a los vientos y otros fuerzas elementales. El célebre sabio alemán Alejandro de Humboldt recorrió algunos de esos puentes y no ocultó su admiración por el sistema de comunicaciones incaicas, al que encontró superior a las calzadas romanas de Italia, Francia y España y calificó de «la más estupenda y útil de las obras ejecutadas por el hombre». La descripción que Humboldt hizo del Puente de San Luis Bey ha servido de inspiración a novelistas modernos como Mermé y Thornton Wilder.

El  Camino de las Llamas fue el Camino del Oro

Pero los Incas no sólo se distinguieron como ingenieros y constructores sino que también organizaron con gran eficacia el mantenimiento de los caminos con personal especializado. En primer lugar, un alto funcionario era responsable del buen estado de las vías de comunicación y llevaba el título de «Gobernador de los Puentes y Calzadas del Inca». Este funcionario contaba con un personal de Tucuyricoc o «visitadores de caminos» que recorrían el país para ver con sus propios ojos el estado de conservación de los mismos. Los visitadores transmitían las órdenes a los oficiales de portillo que observaban el paso de los peatones y de las recuas de llamas y cobraban un impuesto en productos de la tierra. El Gobernador de los Puentes y Calzadas disponía de cuadrillas de Yanaconas, encargados de limpiar y barrer la cateada de piedra con escobas de fibras vegetales. Tiene razón Yvar Lissner, en su libro « Como Vivían nuestros antepasados», al afirmar que «en la época en que las carreteras europeas eran verdaderos barrancos, las calzadas incaicas eran las mejores del mundo».

En el segundo cuarto del siglo XVI, la Gran Calzada Real del Inca iba a convertirse en la arteria mayor por donde circularía con violencia la sangre de la historia. Los españoles que desembarcaron en el Ecuador, con el fin de emprender la conquista de la América del Sur, utilizaron el sistema de comunicaciones de los Incas para adueñarse de su vasto imperio. El capitán Pedro Cieza de León fue el primer europeo que escribió de 1533 a 1545 una minuciosa descripción de las calzadas incaicas «que superaban a las romanas y a la que Aníbal hizo construir sobre los Alpes». Años más tarde, el cronista mestizo Guamán Poma de Ayala recogió en su códice algunos dibujos de puentes suspendidos y de Tambos Reales, que forman algo como una guía ilustrada de las calzadas incaicas en el siglo XVII.

El cuadro que se presentó a los ojos de los conquistadores parecía una escena de un país de Utopía: por el anchísimo camino empedrado transitaban grupos de Indios que conducían a los personajes de calidad en hamacas o parihuelas, mientras otros Indios arriaban recuas de llamas cargadas de vituallas, de sacos con hojas de coca o mazorcas de maíz. La abundancia de los frutos de la tierra armonizaba con la minuciosa organización social que se extendía hasta los menores detalles. Así, por ejemplo, cada llama conducía sobre sus lomos tan solo tres arrobas de carga. La presencia de estos animales —mitad oveja y mitad jumento— causo gran sorpresa a los españoles. La buena conservación de las calzadas se explicaba: sobre el empedrado transitaban únicamente viajeros calzados de sandalias, y animales cuyas finas patas se apoyaban con suavidad en el suelo. Las herraduras de los caballos de los conquistadores y las ruedas de los pesados carros de bueyes de los colonos o «encomenderos» iban a causar con el tiempo graves destrozos en la Gran Calzada Real del Inca y en el Camino de los Llanos.

Terminada la conquista, los españoles comprendieron las ventajas de la organización vial incaica y trataron de mantenerla adoptando en parte los usos del pueblo con­quistado. Durante largo tiempo se valieron de las recuas de llamas para transportar los cargamentos de oro, producto del botín, de los tributos o del trabajo de las minas. Por la Gran Calzada de la Cordillera de los Andes viajaron las caravanas de indios, soldados españoles y llamas conduciendo el codiciado metal amarillo hasta la costa, desde donde la Flota de las Indias la llevaba a España. El sistema de comunicaciones incaico ya no era solo el aparato circulatorio de la sangre sino del oro de la América del Sur, que iba a elevar el nivel de vida de Europa y a hacer más suntuoso aún su Renacimiento. De esta manera, fueron a dar en las arcas de España inmensos caudales que el cronista oficial León Pinelo calcula en tres mil doscientos cuarenta millones de onzas de oro. No exageraba Fray Antonio de la Calancha cuando escribía: «Deje de ir un año la Flota de las indias y es un valle de lágrimas Europa…»

La Gran Calzada Real del Inca —que formaba un conjunto orgánico indisoluble con la llama, con el sistema de postas, con los graneros y posadas, y con el personal del servicio vial, como un instrumento de expansión económica de un Estado socialista— fue desapareciendo por trechos debido a la incuria de los gobernantes españoles, a la mala organización colonial, a la acción destructora del tiempo y, sobre todo, a la codicia de los «encomenderos» que hicieron de la calzada incaica una cantera de donde extraían las piedras sillares para sus construcciones. Sin embargo, en algunos lugares quedan vestigios de esa maravilla del mundo antiguo. Durante mis viajes por el Ecuador recorrí varias veces el camino del Inca en las provincias de Imbabura y Pichincha, por donde viajó en el siglo XVIII el geógrafo español Antonio de Ulloa, quien dejó una descripción de la Calzada, de los observatorios y fortalezas o Pucaras de los Indios.

Llevaban pescado fresco, sal  y coca  para  el  Inca

 En la región de los lagos de Imbabura, los Incas complementaron su red de caminos con un sistema de embarcaciones de junco que se ven hasta ahora y que los Indios llaman por su forma caballitos de totora. En la región del Azuay existe una prueba sorprendente de la solidez de la construcción de la Calzada incaica y de la perfecta ensambladura de las piedras que forman un solo bloque. Las aguas de lluvia, en aluvión continuo y torren­cial, no han logrado filtrarse a través de las junturas de las piedras y han cavado un cauce, corriendo por debajo de estas como un río por el arco de un puente.

La sagacidad, la previsión y el sentido práctico de los Incas se revelan en la construcción de sus caminos secundarios que enlazaban las Calzadas principales con las regiones ricas en productos indispensables para la vida del Imperio. Así, por ejemplo, Huayna Cápac hizo construir un camino desde Quito al valle de la Coca en la parte oriental de la Cordillera de los Andes —con el fin de cultivar en gran escala esta planta cuyas hojas poseen virtudes contra la fatiga— y otro hacia la costa para proveerse de los frutos del mar. El camino de la costa le daba asimismo el dominio de las tierras de los Huancavilcas, forjadores del platino, y le acercaba a la Isla Amortajada, de donde se extraía la sal. Mayor aún era el camino de Contisuyo que comunicaba el Cuzco imperial con la costa y por donde se transportaba en dos días el pescado fresco para regalo del Inca. La previsión de los ingenieros Indios está palpable en los alrededores de Macuspana —en el «país del oro de Carabaya», al noroeste del Lago Titicaca— en donde la Calzada Real pasa bajo un glaciar, a 5.000 metros de altura. En su libro Highway of the Sun, Víctor von Hagen cuenta su viaje por esa Calzada y dice que los constructores «anticipándose al movimiento de los glaciares habían construido allí un muro de contención para recoger las rocas que se desprendían de lo alto y desviar la nieve antes de que se precipitara sobre la Calzada».

Los caminos de los Incas han constituido durante siglos un motivo de curiosidad y controversia de los historia­dores, geógrafos y otros hombres de ciencia. Los reyes de España confiaron su estudio en diversas ocasiones a espe­cialistas entendidos en cosas del Nuevo Mundo, como fue el caso del cosmógrafo Juan López de Velasco, secretario de Felipe II, quien se valió por primera vez de un cuestionario para recoger todos los detalles necesarios para su obra. Durante los tres siglos de la colonia española, el sistema de comunicaciones de los Incas siguió siendo la admiración de los viajeros europeos que contemplaban ya solo sus ruinas. En el siglo XIX, varios hombres de ciencia, siguiendo las huellas de Humboldt entraron en la Gran Calzada Real de los Incas por su extremo septentrional situado en la población de Pasto —ahora perteneciente a la República de Colombia— y recogieron nuevos datos sobre esa obra que merece grabarse en la memoria de los hombres. Pero, las investigaciones no han terminado y, aun hoy, son un enigma ciertos detalles como el de las apachetas, pequeños montículos o pirámides levan­tados a orillas de los caminos. Esos montículos formados de piedras arrojadas por los Indios que transitaban por esos lugares, se han considerado como el fruto de una superstición extraña e incomprensible o como un tributo destinado a facilitar el acarreo de material necesario para la restauración de los caminos. En realidad, hasta hoy no se sabe si la apacheta era una ofrenda a algún dios de los viajeros o una contribución popular a las obras públicas del Inca.

Los nuevos estudios han levantado el velo de niebla que cubría el país de los Chimús o «‘Reino de la Luna«, situado en la costa del Perú. Los chimús eran herederos de los Mochicas —dignos de recordación por sus extraordinarias figurillas de cerámica— de los Nazcas, artistas de las telas pintadas y de otros pueblos que practicaban el culto de la Luna. En esa región los Incas construyeron su Camino de los Llanos para llevar por él los instrumentos de la «Civilización del Sol«. Todavía hay restos de ese camino que comenzaba en Túmbez, la legendaria Ciudad de Oro que el astrólogo y conquistador Pedro de Candía fue el primero en visitar por orden de Pizarro, a quien informó de sus fabulosas riquezas. Cuando Pizarro desembarcó más tarde, el oro había desaparecido y Túmbez era solo una ciudad desierta, ahora convertida en un arrozal por cuyas cercanías pasa la Carretera Panamericana.

Hay un aspecto de la red de comunicaciones incaicas que invita a reflexionar: la duración de las obras reali­zadas por los ingenieros de esa época remota. A pesar de los siglos transcurridos, de las inclemencias de la naturaleza y de la prodigiosa fertilidad de algunas regiones o de la extrema aridez de otras, todavía subsiste en general el trazado de la Gran Calzada y, en algunos tramos, la obra está intacta. En especial, los puentes suspendidos de bejucos se encuentran aún hoy diseminados por el Ecuador, Perú y Bolivia y son utilizados por los viajeros en las regiones en donde no ha penetrado la rueda hasta estos días en que el hombre dispara sus primeros cohetes a la Luna.

Las huellas de los antiguos en la Quebrada de Sapagua, Humahuaca, Jujuy, Argentina. Fotos por veromendo

El Qhapaq ñan en la Quebrada de Sapagua, Jujuy , Argentina (veromendo 2016).